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CAPITULO 1: AMNISTÍA

Las familias de bien ya habían marchado con Dios por la libertad. Los empresarios ya habían boicoteado el gobierno de João Goulart cuando este gozaba del 86% de aprobación entre los más pobres. Los grandes medios ya habían convocado a la intervención. Los generosos uniformados ya habían asaltado los poderes legítimamente constituidos con el fin de salvar al país de la amenaza comunista. El régimen invitaba a los brasileros a amar el país tal cual era -reino de hambre y horror- o a dejarlo, y reprimía violentamente a los sectores populares que intentaban rearticularse.

El festival de arbitrariedades fundamentado por la Doctrina de Seguridad Nacional culminaría en el Acto Institucional n°5, de fines de 1968, que representó el fin de las libertades políticas y el recrudecimiento de la censura y represión.

El régimen buscaba legitimarse a través de fuerte propaganda ufanista basada en el discurso del “milagro económico”. Las altas tasas de crecimiento del PBI, con picos de 14%, se revelaron como un auténtico milagro, aunque poco cristiano: se multiplicaban panes y peces que nunca fueron repartidos.

Se multiplicaban las sucursales del infierno, los presos y desaparecidos al mismo ritmo de la deuda externa, que profundizaba un orden nacional desigual y dependiente.

Cuando la crisis del petróleo de 1973 precipitó la ruina de la retórica economicista, los militares juzgaron conveniente organizar la transición política de manera que pudiesen salir por la puerta del frente. Asi, pretendían extinguir las chances de que la apertura abriese espacio para transformaciones sociales. Es en el marco de esa “apertura lenta, gradual y segura” impuesta por Giesel que se inserta la Ley de Amnistía firmada por Figueiredo el 28 de agosto de 1979. El texto, bajo la figura de “crimes conexos” (crímenes conectados), garantizó la impunidad a los agentes de la dictadura.

Sería un equívoco, sin embargo, ignorar la lucha de las organizaciones sociales a favor de la amnistía para presos y exiliados políticos. Esta, que había sido demanda de los familiares desde el propio golpe de 1964, fue reconocida como victoria en su momento histórico. ¿Acaso no sería derecho incontestable el retorno del prisionero político a sus actividades? La formación del Movimiento Femenino por la Amnistía y del Comité Brasilero por la Amnistía fue acompañada de grandes movilizaciones sociales que no dejaron de provocar fisuras en el régimen militar, además de actuar como elemento unificador de las izquierdas en el proceso de redemocratización brasilera. Los abrazos llorosos de los aeropuertos en la vuelta de los exiliados eran símbolo de esperanza, el retorno de un Brasil prohibido, encuentros que articularían luchas antiguas y gestarían nuevos movimientos combativos en el campo popular.

Nadie se atrevería a condenar tales encuentros, aún cuando sintiéramos la ausencia de los que nunca volverían, de aquellos que dejarían su cuerpo balanceando en algún árbol de otra tierra como forma de liberación de la constante figura perturbadora del torturador. Aún cuando aquella Amnistía guardase contradictoriamente otro símbolo: el del perdón al torturador, el cual nunca terminaría de liberar al torturado y se constituiría como principal obstáculo a la construcción de la memoria colectiva indispensable para el avance de la sociedad en democracia. Con la interpretación que le dieran los juristas posteriormente, considerando las hediondas violaciones cometidas por los agentes del Estado como crímenes políticos, la Amnistía significó autoamnistía y dejó la nefasta herencia de una transición incompleta, basada en la reconciliación. Como si fuese posible reconciliar la bota y el rostro.

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