CHARCO
cipayo
colaboración de: Catalina Correa (Córdoba, Argentina)
Cipayo, o cipaya es para mí una de las peores ofensas. Si me dicen Cipayo, me siento mal, me siento insultada en serio. No me incomodaría que me digan loca (no me sentiría incómoda con eso), tampoco me ofendería que me digan bruta, tonta (si eso significa inculta, necia, de inteligencia corta…), ni me jodería que me llamen puta (si con ello pretenden denigrar mi voluminoso deseo). Pero si me dicen cipayo me siento realmente cuestionada. Ser cipayo es muchísimo más feo que ser colonizado porque ser cipayo es ser colonizado y a la vez estar al servicio de la colonización, es también ser cómplice. El término cipayo existe desde la época en que unos nativos de alguna colonia eran funcionales a los intereses metropolitanos de algún imperio poderoso. Pero después, Arturo Jauretche lo tomó para hablar de lo que pasaba acá en la Argentina con respecto a la colonización ya no sólo económica, ni política, sino también cultural. Jauretche lo usó hace casi cien años, o un poco menos, no sé. La cosa es que aún hoy la palabra cipayo molesta y ofende, o sea que todavía habla, o sea que se actualiza en el contexto de hoy y por eso nos sirve. Nos sirve no solamente para maldecirnos entre ciudadanos compatriotas, también para pensar qué cultura construimos, o pretendemos construir, qué decimos cuando decimos “que cultx es estx señorx”, qué defendemos y legitimamos como cultura y qué dejamos afuera de La Cultura. Y también y fundamentalmente por qué funciona de esa manera.
Cuando Jauretche habló (evidentemente aun hoy nos sigue hablando) de los problemas de la realidad nacional, dijo que estos se fundan sobre la base de una cultura que nos ha sido inculcada siempre en favor de intereses e ideas extranjeras. Cuando advirtió esto, también dijo que al heredar la cultura, la heredamos sin adecuarla a nuestra propia realidad y hemos sido incapaces de crear un punto de vista propio. En cuanto a la creación de un punto de vista propio, Jauretche le confiere esa responsabilidad a la intelectualidad argentina, a la cual acusa fuertemente por su actitud de dependencia y por su incapacidad para ver en función de la realidad, la realidad propia, la realidad del tipo que vive acá y que se topa con las cosas que pasan acá. Esto es, en términos jauretcheanos, aquella realidad que ha sido históricamente ignorada para postular una supuesta realidad que surge de los libros que escribe la clase intelectual, cuya ilustración es “ignorancia de lo propio y sabiduría de lo ajeno”.
En 1968 Arturo Jauretche escribe el Manual de zonceras argentinas, en el cual ubica como la primera y madre de todas las zonceras el axioma civilización – barbarie y dirá al respecto que todo hecho propio (es decir, que surge en esta tierra) por serlo, se configuró como bárbaro y todo hecho ajeno, importado, por serlo, se configuró como civilizado. De ahí que, civilizar, pues, consistió en desnacionalizar.
Desde el Facundo de Sarmiento, el binomio civilización-barbarie opera a lo largo de toda la historia cultural argentina, eslabonando los elementos de desorden por un lado y los de orden y progreso por otro. Por lo que, la “biografía inmoral” que Sarmiento hace sobre el caudillo Facundo Quiroga funciona mostrando pedagógicamente no sólo qué es ser bárbaro y qué es ser civilizado, sino también identificando cual es el ejemplo y el contraejemplo, cual es el enemigo de la Patria y de los valores que la Patria impone. Tal maniobra discursiva se extiende a lo largo de toda la historia nacional impidiendo reivindicar y valuar positivamente lo propio frente a lo extranjero. Jauretche planteará que la zoncera civilización y barbarie no nos permite pensar, ni reflexionar, sino que simplemente lo aplicamos y, peor aún, pensamos y hablamos desde allí, sin detenernos en un análisis.
Lo importante, me parece, es poder visualizar que no sólo la colonización política y económica nos desfavorece y denigra, también la colonización cultural nos pone en un lugar de desautorización, como si no hubiésemos sido capaces de pensar y producir cultura, como si La Cultura estuviese en otra parte que nunca es acá ó, en todo caso, como si nuestra cultura fuera inferior, no tan culta y autorizada como la de allá. En este sentido, dice Jauretche que los movimientos populares configuran la expresión más viva y propia de una nación, por eso también cree urgente reivindicar lo popular y poder valuarlo positivamente. Analizar la realidad y la historia se presenta como una exigencia. Será necesario descubrir el hilo conductor de los acontecimientos para poder comprender una política que históricamente ha sido direccionada a la dependencia absoluta. El problema está ahí. En la falta de herramientas epistemológicas propias. El problema está en que para una grandísima parte de la intelectualidad y de aquellos que configuran los modos y maneras de pensar y decir, el drama del propio pueblo no ha merecido la mayor importancia o, en todo caso, cuando se lo ha referido se lo ha hecho desde un lugar extraño, extranjero, de incomprensión, desde categorías que no son capaces de hablar desde nuestras realidades, sentidos y sentires. El problema está en los operadores colonizados-colonizadores-colonizantes que como funcionarios de la cultura autorizada, repiten y reproducen a través del aparato pedagógico aquello de lo civilizado y lo bárbaro, que se nos impone como una verdad incuestionable obligándonos a optar, a tomar partido, a ser bárbaro o civilizado. Para Jauretche la intelectualidad debería poner voluntad en poder llevar al plano de la inteligencia política el modo común de ver las cosas por los hombres de pueblo, o sea centrar la perspectiva desde nosotros, para ver el mundo desde nuestro propio ángulo y comprender nuestro papel. Habituarnos a la capacidad original y creativa de ver el mundo desde nosotros, por nosotros y para nosotros.
Yo creo que por esto del colonialismo, en estas ciudades que se pretenden progre nos cruzamos con gente que flasha gringuez con estilo y se porta como europeo cool y con “buen gusto”, a la vez que nos da vergüenza que se nos note “la negrada”, “la indiada”, “el salvajismo”, “la mersada” americana. Esa actitud, la de querer ser como el otro pero acá, nos queda como una mueca falsa, como un disfraz mal hecho y mal pensado. Sin embargo y por suerte, podemos cuestionarnos, pensarnos y autocriticarnos (quizás en esa práctica, la de pensarnos y cuestionarnos, se encuentra lo más auténtico de lo que constituye el pensamiento latinoamericano). Por eso, no sé si el disfraz de extranjero será tan peligroso, ya que nos habilita a reflexionar sobre lo que realmente somos. Lo que sí me parece preocupante es no advertir(nos) cuando ocupamos la posición del cipayo creyendo que de esa manera “mejoramos”, “progresamos”, “avanzamos” “evolucionamos”, culturalmente, políticamente, económicamente. Creo que ahí está el riesgo más grande, en ejercer la cipayez amarga y genuinamente porque nos confundieron desde el principio, nos maleducaron y en general no somos capaces de verlo, ni decirlo, ni intentar contrarrestarlo.
Entonces (concluyendo pa no cansar), me parece que hoy y ahora y acá es todavía necesario, quizás también sea urgente, no solamente apropiarnos de los modos de producir cultura, sino que también dicha apropiación venga acompañada de un diálogo que haga pie en la reflexión propia sobre lo propio. Es decir que en la ida y en la vuelta de nuestros propios debates le demos un lugar serio y respetable a la discusión sobre, valga la redundancia, lo propio porque, a todo esto ¿qué es lo propio?
Libros y alpargatas
prólogo de Charco
Arturo Jauretche (1901-1974) afiló su pluma al calor de las actividades prácticas que los acontecimientos políticos demandaban. Apoyó los años finales del gobierno de Hipólito Yrigoyen, de la Unión Cívica Radical, considerado por Jauretche como una creación auténtica del pueblo.
Cuando este fue derrocado en 1930, formó parte del grupo de los “intransigentes” seguidores de Yrigoyen, participando de la insurrección de 1933 como un soldado más en empuñar las armas “por la soberanía popular que es la libertad de la Patria”. El fracaso de la revuelta le significó cuatro meses en prisión, donde pudo escribir y estrechar lazos con los compañeros junto a los cuales formaría, dos años más tarde, el grupo FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina).
Los jóvenes radicales siguieron las últimas palabras de Yrigoyen -”hay que comenzar de nuevo”- y se esforzaron para contribuir con soluciones concretas a los problemas concretos de los argentinos, lo que significó develar la estructura de dependencia de Inglaterra y combatir la década infame a partir de innumerables conferencias y publicaciones.
La llegada de Perón al poder representó la disolución de FORJA, porque sus integrantes consideraron que ese fenómeno acababa por cumplir las finalidades perseguidas en la creación del grupo. Jauretche pasó a colaborar efectivamente con el peronismo en la Secretaría de Trabajo y Previsión y en el Banco de la Provincia de Buenos Aires. Fue, asi, un nexo entre esos dos movimientos de masas conducidos por Yrigoyen y Perón. Reside ahi gran parte de su importancia como hombre que trascendió la tradicional división radicales vs. peronistas, aproximando a los sectores más progresistas de ambos signos políticos y sentando un antecedente para la formación de una base amplia, con vistas a impulsar un proyecto nacional y popular.
Denunció, como teórico, el falseamiento de la historia con fines anti-nacionales practicado por la “intelligentzia”, que negaba el orden natural de las cosas: pan, techo, ropa y después alfabeto, o mejor, trabajo y después educación. Por defender la primacía de lo real, de las necesidades básicas, Jauretche reivindicó la línea histórica Rosas-Yrigoyen-Perón: la lanza, el voto y el sindicato; frente a dilemas y falsos dilemas, escogió ser libros y alpargatas.